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Presentación de La Revista No. 13. El oficio de leer, el oficio de enseñar

Actualizado: 1 sept 2022

Por Gustavo Abad Ordóñez


Gustavo Abad en la presentación de la Revista No.13. Foto de la Unidad de Comunicación de la Facso

Una cosa que aprendí en mis años de periodista, así como de docente universitario es que la publicación de un libro, de una revista, o de cualquiera de los formatos en que se expresa la escritura, amerita siempre una celebración.


Y cuando digo celebración no me refiero a echar flores al editor, ni cubrir de alabanzas a los autores. Para mí la celebración consiste en la posibilidad de compartir el espacio común de la escritura, de juntarnos en el terreno productivo del texto y, por supuesto, en el intercambio de ideas, que son finalmente la razón por la que escribimos.


De modo que el aparecimiento del No. 13 de La Revista y el hecho de que estemos aquí, reunidos en esta sala, es para mí sólo el inicio de una celebración que se prolongará tanto como se prolonguen las lecturas y los debates respecto de lo que esta revista contiene.


Portada de La Revista No.13. Sunqu, Ilustración. Juan Peralvo

Dice Fabián Guerrero en la presentación titulada “La vida que nos dan los libros”, que “Leer nos hace más cultos, incluso más sabios, pero no necesariamente más buenos”. Comparto esa idea y creo que aplica incluso para quienes se creen o nos creemos unos buenos tipos.


Puedo agregar de mi parte que la simple acumulación de lecturas en la mente de un profesor es un ejercicio estéril si no pasa después por una reformulación pedagógica. Citar 20 autores en media hora no te hace mejor profesor. Escribir 10 artículos indexados al año, quizá te ayuda a subir de categoría, pero no te garantiza que mejores como persona o como profesor.


Para mí el círculo de la lectura sólo está completo cuando conviertes esas lecturas en conocimiento, cuando logras construir con ellas un modelo de interpretación de la vida, una visión aunque sea provisional del mundo, y la pones al servicio del otro. En este caso, de los y las estudiantes.


Comencé a leer este número bajo la premisa de que el valor de un texto no está tanto en las certezas que nos aporta, como en las interrogantes que nos provoca. Por ello, quiero compartir con ustedes las preguntas que me quedan resonando después de ello. Algunos suspicaces entre ustedes seguramente ya se habrán dado cuenta de que esto no es más que una treta, un guiño para picar su curiosidad como lectores e invitarlos a que despejen por ustedes mismos estas interrogantes.


En un mundo en que las tecnologías imponen no sólo el código lingüístico, sino también las conductas, donde las redes sociales nos mantienen en un permanente estado de atención dispersa, ¿cuál es el camino para recuperar el diálogo socrático o la charla magistral, como métodos de enseñanza, según propone Fernando López Milán en su artículo “Enseñar en la universidad”? Y agrego otra: ¿cuáles son las formas contemporáneas de poner en valor esos métodos canónicos, sin que impliquen un congelamiento en el tiempo? Creo que esta preocupación debe ser no sólo del autor, sino de todas y todos.


Por otra parte, cuando Edgar Cortez recupera el postulado de Paul Ricouer de que el mayor campo de convergencia entre la historia y la literatura es la trama, en tanto búsqueda de un camino hacia la verosimilitud del relato, yo me pregunto: ¿en la trama y en qué otro espacio se dan la mano la historia y la literatura? Podría decir de mi parte, que la palabra y el relato son en sí mismos un suceso histórico, en tanto el mundo de los signos produce transformaciones tangibles en el mundo de las cosas. Al final de cuentas, nuestra posición en la vida está determinada por las narrativas a los que hemos sido expuestos y que abrazamos en unos casos o rechazamos en otros.


A propósito de narrativas, hay una que nos toca directamente tanto a los docentes como a los estudiantes: la narrativa del aparato tecnocrático según la cual la capacidad de los docentes se mide por la cantidad de formularios que llenan cada día. María Eugenia Garcés deja constancia de ese terreno pantanoso llamado burocracia universitaria. Y al igual que los anteriores artículos, este me genera otra pregunta: ¿cómo espera la universidad que los docentes seamos difusores de una conciencia crítica si todos los días la misma universidad nos conmina a aceptar sin protesta los mecanismos de vigilancia y control? Siento que los docentes vivimos desgarrados en medio de dos conciencias: la que impugna al sistema y la que lo obedece cotidianamente. Creo que ahí radica en gran medida nuestra enorme paradoja.


Sigo leyendo La Revista y me parece que uno de los artículos cuyas inquietudes me resultan muy cercanas es el de Patricio Pilca, “El oficio de leer, el oficio de enseñar”. Una de las preguntas centrales de este texto es: ¿qué hacer con todo el conocimiento que nos otorga la lectura? Y ahí las respuestas pueden ser infinitas. Yo me quedo con una: la lectura aumenta nuestra posibilidad de dialogar. No hay pedagogía sin diálogo. Dicho de otra manera, ni los profesores ni los estudiantes somos simples objetos de información, sino, y esto hay que remarcarlo, somos sujetos de comunicación. Si después de leer, no te preguntas: ¿cómo convertir este conocimiento en algo útil para los demás?, no estás enseñando nada.


Bueno, como no se trata de alargar demasiando esta presentación, voy a terminar picando una vez más la curiosidad de ustedes respecto de dos géneros por los que tengo un especial afecto: la entrevista y el testimonio.


Hay en este número 13 de La Revista un bloque de tres entrevistas: a una promotora de la lectura como Alegría Crespo; a una científica como Florinella Muñoz Bisesti; y a un escritor como Marco Antonio Rodríguez. Todas giran en torno a la experiencia de estos personajes con la lectura. Yo siempre les digo a mis alumnos que la entrevista no es un interrogatorio, sino un diálogo de subjetividades. Que lo esencial de este diálogo es saber estimular la inteligencia del otro para obtener una revelación. Son muchas las revelaciones que hay aquí acerca de cómo los libros moldearon esas vidas y esas sensibilidades.


Y al final, los testimonios de tres docentes: Josselyn Calderón, Walter Jimbo y Rocío Soria. Una de las mayores riquezas del testimonio radica en que es un relato individual, pero de profundo interés colectivo. La experiencia de lectura de cada docente es única, personal, íntima si se quiere, pero de esa experiencia depende la calidad de la enseñanza que van a impartir a cientos, incluso a miles de estudiantes. Por eso, cada vez que un profesor tiene que llenar diez formularios al hilo es un tiempo robado a la lectura. Y ese sí debería ser un tema de debate público.


En fin, podemos seguir la charla o la celebración, como dije al inicio, pero creo que es hora de escuchar más bien otras voces y otras inquietudes respecto de este inagotable tema como es el oficio de leer y el oficio de escribir.

Con ello, los invito cordialmente a leer este número de La Revista y muchas gracias por su atención.




Nota:

Las opiniones expresadas en este artículo son responsabilidad de los autores y no corresponde a la opinión de MediaFacso.

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