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Cuatro historias que muestran el trabajo informal en Quito

Al caminar por algunos sectores de Quito, se ve en la calle a personas de distintas edades con sus puestos de dulces, comida rápida, bebidas o cualquier producto que les genere ingresos. Los vendedores que cuentan con permisos se mantienen en lugares fijos, mientras que los que no, deben moverse frecuentemente para evitar problemas. Por ejemplo, con los agentes de control metropolitano u otros vendedores. Sobre todo, deben recorrer distintos lugares para conseguir más clientes para su mercadería. Esta realidad es cada vez más frecuente y normalizada. No obstante, muy pocas veces se conoce de cerca lo que significa crear un negocio propio, trabajar de manera autónoma o en la calle como “informal”.

La Organización Internacional del Trabajo (OIT) define al trabajo informal como un tipo de empleo que no está sujeto a la legislación laboral nacional (impuesto a la renta, seguro social u otros beneficios). En Ecuador, según la Encuesta Nacional de Empleo, Desempleo y Subempleo (ENEMDU), hasta agosto de 2022, del total de personas con empleo, el 52,2% se ubicó dentro de la categoría de “trabajador informal”. Así mismo, según la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (Cepal), existen cuatro posibles detonantes del trabajo informal en el país: - El ajuste fiscal del Estado que deriva en austeridad interna y en desvinculación de funcionarios públicos. - La migración, que implica un gran impacto en el mercado laboral debido a la falta de plazas de trabajo en Ecuador. - La rigidez de la normativa laboral debido a las reformas del Código de Trabajo. - El ingreso de algunas plataformas digitales como opción de empleo y la falta de adaptación de la regulación laboral a esta modalidad. Si bien, se conocen las cifras de empleo y trabajo informal, también es necesario conocer lo que viven a diario las personas con este tipo de empleo: las luchas, los obstáculos y las diversas realidades que enfrentan para sostener económicamente su hogar y familia. Tengo 14 años, quiero graduarme, pero... Son las 10 de la mañana del domingo 8 de enero de 2023, a lo largo de la Av. Naciones Unidas, al norte de Quito, es común encontrar comerciantes que ofrecen diversos productos en las veredas. Algunos tienen puestos fijos, otros llevan los productos en sus manos y, en el mejor de los casos, tienen carritos en donde exhiben sus artículos. Sin embargo, hoy no hay mucha gente rondando en las calles, a pesar de ser un lugar con sitios de entretenimiento como: el Quicentro Norte, el parque La Carolina o el Estadio Olímpico Atahualpa. Esto puede deberse a la hora o al clima frío y nublado de la temporada que, de una u otra manera, imposibilita a las personas a salir de sus hogares. Mientras recorremos estas calles, nos preguntamos cómo es la vida de aquellos vendedores ambulantes que no tienen un lugar fijo al que ir a trabajar, ni un techo bajo el cual resguardarse si llueve. En ese instante, vemos a un joven con un aparato similar a una bicicleta, en donde transporta panes de yuca para venderlos a un dólar. Se trata de Juan, un joven de 14 años que trabaja desde los ocho en este negocio junto a sus padres. Él recorre este sector mientras su padre hace lo mismo por el Comité del Pueblo, un barrio popular de la ciudad: "por aquí resulta bueno trabajar porque la gente siempre quiere un desayuno, entonces me compran bastante", menciona. Juan trabaja los sábados y domingos de 8:00 a 17:00 y de lunes a viernes de 8:00 a 10:00, para luego dirigirse al colegio. Para él, las ventas son buenas, especialmente los domingos, pues comenta que hay días que ha reunido hasta 60 dólares. Esto lo constatamos, pues en tres ocasiones, mientras conversamos, varios clientes, incluido uno en carro, han llegado a comprarle. Sin embargo, esto no es fácil para él: "hubo una ocasión en que los municipales me quitaron el carro por no tener los permisos, sobre todo, porque soy menor de edad. Lo retuvieron más de seis meses, pero luego me lo devolvieron porque mi madre dio a luz".

Juan no tiene un puesto fijo, la gente le compra sus panes de yuca al paso. Fotografías: Katherine Cabrera y Juan Fernando Chaluis.

Al respecto, la Agencia Metropolitana de Control del Distrito Metropolitano de Quito ha emitido un Compilado de Normativas y Sanciones Administrativas en el cual constan infracciones leves, graves y muy graves que deben tomar en cuenta los trabajadores autónomos. Entre las infracciones graves se encuentra no tener permisos y se menciona que la sanción corresponde a una multa equivalente al 5% del salario básico o seis horas de trabajo comunitario. Si se reincide, la sanción aumenta al 7% del salario básico u ocho horas de trabajo comunitario. Otra experiencia de Juan se relaciona con los demás comerciantes del sector: “no puedo vender otras cosas porque los demás no me dejan, dicen que no debo estar en este lugar, que ellos sí tienen permisos y eso. Incluso, una vez, intentaron dañarme el carrito, pero no lo lograron”, aseguró el joven. En su testimonio encontramos un punto a destacar y es la tranquilidad que siente al trabajar de esta manera: "estoy tranquilo trabajando así, gano bien, soy mi propio jefe, no tengo que depender de que alguien me pague y, si quiero, me puedo retirar ahorita y no pasa nada". enfatizó. Al preguntarle si tiene algún sueño para su vida, dijo que le gustaría seguir trabajando en lo mismo: "quiero graduarme, pero me gustaría seguir vendiendo los panes de yuca, nada más". Al despedirnos de Juan continuamos nuestro recorrido con algo claro en mente: así como Juan, hay cientos de niños y jóvenes que desde pequeños tienen la necesidad de salir a trabajar para apoyar económicamente a su familia. Las familias empobrecidas encuentran en el trabajo “informal”, una alternativa para sostener sus vidas.

María descubrió su creatividad en tiempos de crisis económica Recorriendo el parque La Carolina encontramos a vendedores ambulantes que ofrecen granizados, algodones de azúcar, ceviches, pelotas, juguetes, entre otros artículos. En eso, observamos a una mujer de 60 años, aproximadamente. Se trata de María, quien comercializa sus productos en una de las veredas del parque. Ella vende desde pelotas, hasta monederos hechos con fundas plásticas.

María, a más de vender sus monederos, también infla balones. Fotografías: María Belén Prado. Al conversar con ella, María nos comenta sobre los precios de sus artículos y cómo fue que llegó al lugar para venderlos: "yo empecé tejiendo chalinas de algodón, pero pasa que los chinos trajeron chalinas de plástico y las vendían a un dólar. Entonces, claro, las mías tenían un precio más alto, de 12 a 15 dólares, y la gente ya no me compraba. Luego me dediqué a hacer juegos de baño, pero tampoco me funcionó. Entonces, se volvió complicado porque la gente no valora lo que tenemos y hacemos aquí, en Ecuador”.

Fotografías: María Belén Prado. Mientras María vende sus productos, nos cuenta su historia. Ella se casó a los 17 años. Narra que su esposo tenía problemas con el alcohol, que la maltrataba física y emocionalmente y que no sostenía económicamente a su hogar. Eso fue, prácticamente, lo que despertó -obligó- a María a ser creativa y a hallar la forma de mantener a sus hijos por su cuenta. En el tiempo de pandemia por Covid-19 fue despedida de su trabajo, por lo que se vio en la necesidad de adquirir esos artículos en las importadoras chinas para comercializarlos y tener un sustento diario: “como dije, hay que ser creativos. Vi en internet y me puse a hacer carteritas. En cada una me demoro dos horas y están hechas de las fundas que nos dan en el mercado. Por cada carterita cobro un dolarcito y así me ayudo a salir adelante”.

Sus monederos son elaborados con plástico . Fotografías: María Belén Prado.


María tiene una pequeña silla azul para aguardar la llegada de clientes, especialmente los fines de semana cuando las familias salen a hacer deporte o a pasear: “antes estaba por el Centro, en El Tejar, porque ahí están las ventas de las importadoras y todo, pero ahí los municipales sí hacen problema. Ellos me pedían que me retire y yo solo agarraba mis cosas y me iba. A partir de la pandemia, vine para acá. Vengo los fines de semana porque este es un parque que recibe a gente del norte, del sur y de todo lugar”. Pese a lo complejo que significa para María estar en un parque vendiendo por más de seis horas, su semblante y sonrisa reflejan esperanza para ella y los suyos.

Huyendo de mi país, del municipio y de la lluvia En los alrededores de la Universidad Central suceden situaciones similares. Aquí encontramos a la venta todo tipo de artículos para los estudiantes, no obstante, en este lugar resaltan los negocios de tabacos, licores y centros de diversión. Se venden cajetillas de cigarrillos desde un dólar, un precio tentador para los jóvenes que muchas veces están cortos de dinero. Los comerciantes llevan estos productos en fundas o mochilas y ofrecen tabacos a bajo costo. La mayoría de los vendedores son migrantes que se ubican en puestos fijos o improvisados. Algunos atienden desde una silla plástica y exhiben los productos en un pequeño cajón de madera. Esto debido a que, generalmente, los cigarros son de contrabando y, muchas veces, los trabajadores son acusados de microtráfico de estupefacientes. En la calle Antonio de Ulloa se encuentran bares y restaurantes copados por los universitarios, en especial los viernes. Afuera de uno de estos establecimientos nos encontramos con Yesenia, originaria de Colombia. Ella escampaba de la lluvia bajo un pequeño paraguas. Yesenia asegura que los principales problemas a los que se expone son los operativos con agentes de control, policía municipal y nacional.

Yesenia vende fuera de los bares y restaurantes cercanos a la Universidad Central. Fotografía: Michelle Chicaiza.

Asimismo, cuenta que ha sido víctima de la xenofobia. De esta manera, ella nos narra una de sus peores experiencias: “una vez la Policía me jaló y revisó mi maletín, incluso me hicieron quitar los zapatos, pero no encontraron nada. A mi esposo, como es venezolano, lo quieren llevar cada vez que lo ven”, afirma. Yesenia señala que no hay un horario fijo para los operativos, no obstante, dice que, generalmente, suceden cada ocho días. Cuando esto pasa, ella huye del lugar, ya que le han decomisado en más de una ocasión los cigarrillos. A pesar de ser vendedora informal y de realizar el trabajo a tiempo completo, no recibe las ganancias totales de la venta de tabacos, sino que le dan un pago semanal por expenderlos. Es decir, trabaja como vendedora ambulante para alguien más. Aun así, prefiere este tipo de trabajo porque, aunque existan condiciones climáticas que perjudican el flujo de transeúntes y las ventas, ella puede sostenerse y sostener económicamente a su familia. Ella, cada cierto tiempo, envía dinero a su mamá, hija y hermano que residen en Colombia. Quito crece y la “Canterita de Gladys” también En el sur de Quito se encuentra un barrio tradicional: La Magdalena. Cada fin de semana los ciudadanos visitan el Parque Central y su iglesia. La parroquia se fundó en 1575 y es considerada Patrimonio Cultural del Ecuador. A la una de la tarde del sábado 7 de enero, recorriendo el parque, observamos a varios ciudadanos que salen de la iglesia entre risas y abrazos. Celebran una boda junto a sus amigos y familiares. Los recién casados caminan tomados de la mano, mientras que, desde arriba, caen rosas sobre sus cuerpos.

Alrededor del parque hay mucho tráfico vehicular. Se escucha el pitido de los carros y el aleteo de las palomas. Los puestos de comercio informal no pasan desapercibidos. El primero que observamos es de algodón de azúcar. Este se ubica a la salida de la iglesia y capta la atención de los niños que salen de la boda. En el parque hay diferentes puestos de comercio: carritos de granizados, jugos, limones y tabacos. El clima frío no impide a los trabajadores salir a la plaza a vender; sin embargo, muchos mencionan que las ventas son mejores cuando hay sol, ya que más gente concurre al lugar. Al continuar el recorrido, encontramos la “Canterita de Gladys”. En su menú hay dos platos de hornado de distintos precios. El primero tiene un costo de un dólar, que incluye hornado, tortilla y ensalada. El segundo cuesta un dólar cincuenta y lleva más porción de hornado. Compramos el de un dólar cincuenta e identificamos que el sabor de la comida y la atención de la propietaria valen más que el precio que pagamos. Gladys, la propietaria, tiene 65 años y vende comida desde hace más de 40. Ella nos relata los comienzos del negocio: “yo inicié gracias a mi mamá que tenía un puesto de hornados. En mi juventud la acompañaba a trabajar y, a partir de ahí, surge mi interés por este negocio que heredé de mi familia”.

Gladys acude a los eventos cercanos al sector para tener mejores ventas. Fotografía: Handerson Sarango.

Gladys trabaja los domingos en el sector de El Pintado. Se ubica en los alrededores de las canchas de vóley, donde hay gran afluencia de ciudadanos que practican deportes. Ella comenta, además, que cuando hay eventos especiales en otros barrios le va mejor en sus ventas. Por ello, nos confiesa que es la primera vez que visita el Parque Central de La Magdalena, y que llegó al sitio porque personas cercanas a ella le informaron que habría un evento cultural. La pandemia por Covid-19 afectó a varios comercios informales y el negocio de Gladys no fue la excepción. Ella atravesó días difíciles debido a la crisis sanitaria, pero con el apoyo de su esposo e hija, su negocio se ha sobrepuesto. Gladys cuenta que su hija vende limones y mangos: “Esa venta es un extra para mí y aprovecho ofreciendo esas frutas a los clientes que se acercan por mi hornado”, menciona. Así mismo, cuenta que el mejor horario para sus ventas es a las 11 de la mañana y a las cuatro de la tarde. El barrio La Magdalena siempre se ha caracterizado por el comercio informal, por esa razón, varias personas concurren al lugar. Algunos negocios cuentan con permisos municipales y otros no, por la burocracia que hay de por medio, por falta de dinero o porque simplemente no quieren sacarlos. Gladys aprovecha para atender a sus últimos clientes mientras su esposo la espera en su camioneta. Ella admite que disfruta mucho su trabajo, porque desde niña acompañó a su madre a vender hornado y esa actividad se convirtió en una parte vital para ella y su familia.

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